Entra en un vagón

sábado, 24 de marzo de 2012

Vagón 43. Voy

Los árboles, los postes de la luz y las casitas de tejados rojos se escapaban veloces, no se sabe adónde. En medio del verde brillante, las vacas pacían serenamente sin levantar la cabeza, acostumbradas como estaban al ruido del tren que pasaba por allí cada poco tiempo. La música dulce sonaba por el altavoz del departamento y llenaba el aire de nostalgia. La vida se había detenido un instante en medio de la nada y el todo del espíritu relajado, ausente de lo que inquietara el alma.

Sentado en la red portamaletas el niño me miraba sonriente, tenía en su boca una sonrisa angelical y sus ojos eran trasparentes como aguamarinas de primerísima calidad. Yo lo miraba desde abajo, desde mi asiento. Aquel niño me recordaba a alguien, pero no sabía cómo había podido entrar en mi vagón, ni qué hacía allí arriba mirándome. Me puse en pie de un salto, deseaba tomarle en mis brazos y acariciar su pelo. Pero, ya no estaba. Había desaparecido dejando en mí una especie de pena inmensa. Volví a sentarme y apareció de nuevo.

—Es en Italia —me dijo sonriente—, te esperan.

Cuando abrí los ojos, el tren estaba saliendo de un túnel, al fondo se divisaba un ojo de luz que se aproximaba, que parecía absorbernos.

—Voy —le dije

Pero él ya no estaba.

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