Ester y Marta van cogidas de la mano y dando saltitos por el pasillo del tren hacia el vagón restaurante. Están contentas porque por fin el tren ha logrado parar y aprovisionarse. Así podrán –piensa Ester–hincharse de calorías para poder dedicarse a lo suyo.
Han pasado varios días racionándose también los cuerpos la una a la otra. El revisor, que las aprecia, fue a verlas el día antes. Como no quería interrumpirlas en plena faena se detuvo un momento a escuchar desde detrás de la puerta del compartimento, las oyó hablar y dedujo que estaban sentadas. Llamó con los nudillos, abrió la puerta y se las encontró efectivamente sentadas una junto a la otra, cogidas de la mano y con Marta apoyando la cabeza en el hombro de Ester:
-Buenos días, señoritas.
Se incorporaron y dijeron las dos al unísono:
-Buenos días, señor revisor.
-Les traigo una botella de agua mineral y una bolsa de galletas María.
Ester, que había quedado convencidísima de las explicaciones de Marta sobre la necesidad de ahorrar calorías, dijo:
-Preferimos que se las dé a los niños, que gastan muchas calorías correteando por los pasillos del tren, ¿verdad, Marta?
-Sí, señor revisor.
-A los niños ya les he dado y aún quedan algunas cajas de galletas que hemos guardado como última reserva. Así que éstas son para ustedes.
Las dos al unísono:
-Pues muchas gracias, señor revisor.
Entonces Ester preguntó:
-¿Es verdad que el tren no puede parar porque el maquinista está enfermo y nadie sabe cómo funciona la locomotora?
-Sí, señorita.
-¿Quiere que vayamos nosotras y empecemos a tocar botoncitos a ver si para?
-Ya hemos probado de todas las maneras.
Pero ahora ya está todo arreglado. Por fin lograron que el maquinista, a pesar de estar enfermo, explicara cuál era la palanca precisa para detener el tren. Y Ester y Marta siguen dando saltitos por el pasillo del tren.
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